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Mi Ítaca, un Copa K-Bana

Publicado: 2017-03-22

Siempre me preguntan cuál es el mejor restaurante que he visitado, cuál es el plato más sabroso que he probado, cuál es el bocado que me ha llevado hacia el orgasmo. Nunca he respondido porque no existe una respuesta definitiva. ¿Borges o Vargas Llosa?, ¿Lou Reed o Bowie?, ¿Picasso o Matisse?, ¿El Celler de Can Roca o Al Toke Pez?, ¿un cebiche o unas olivas con anchoas?, ¿la cocina de mi abuela Julia o la de mi abuela Olga? Imposible. Sin embargo, hoy tengo una respuesta.  

Hace pocos días le ofrecí un helado D’Onofrio a mi hijo. Él lo rechazó, un poco porque estaba de malhumor y también porque no le gustan los helados. Mi hijo es un niño de siete años al que no le gustan los caramelos ni las golosinas ni los postres ni los chocolates ni las gaseosas. Martín es feliz comiendo un cuy frito, un arroz chaufa o un ají de gallina.

Sin embargo, esta anécdota sirvió para activar mi memoria, para recordarme que yo fui un niño al que le encantaban, en este orden, las niñas, el fútbol y los helados. Pero las niñas me rechazaban, vivía en una casa pobre y los helados eran una excepción, una bendición que rara vez aparecía en mi dieta. Mi madre no tenía dinero para comprarme uno y mis abuelos creían que esa mezcla de hielo y leche y saborizantes artificiales no era saludable… y tenían razón. Así que los productos de D’Onofrio eran una meta inalcanzable, pocas veces una realidad.

Por ello, el heladero de D’Onofrio se convirtió para mí en un superhéroe, un ser mítico que tenía la llave (amarilla) que me permitiría alcanzar la plenitud convertida en hielo cremoso que se muerde.

Me lo cruzaba por la calle y salivaba, escuchaba su corneta y salivaba, veía el amarillo de su carreta y salivaba, y a su ritmo salía a la calle a admirarlo como se admira lo imposible. Solo una persona me hacía salivar más que un helado: se llamaba Jhovi, mi compañerita de nido, pero siempre me había rechazado.

Y así pasaba mis días, esperando el momento bendito en que Jhovi me mirase y que mi madre pudiese reunir los tres soles para comprarme un Copa K-Bana y hacerme, así, un niño amado, goloso y feliz.

Dejemos mi amor por Jhovi por un momento, y concentrémonos en lo posible, en los productos creados por D’Onofrio: de todos, yo prefería esa pequeña copa bicolor, pues un Copa K-Bana encerraba en su interior todos los maravillosos sabores que trajo al Perú a finales del siglo XIX, desde Italia y Argentina, Pedro D’Onofrio, fundador de la compañía.

Sin embargo, un día al fin tuve los tres soles que me iban a permitir alcanzar a mi superhéroe, el heladero. Mi padre acababa de llegar a Cajamarca de uno de sus múltiples viajes y fue a visitarme. Me llenó de mimos y abrazos y besos, me llevó a visitar a mi abuela y a mi hermana y a mis tíos, y al final de esa jornada me dio una propina increíble: tres soles, justo lo que costaba mi Copa K-Bana.

Y allí estaba yo, a las tres de la tarde, en mi casa, con mis tres soles, listo para hacer de mi día una jornada perfecta: había visto a mi padre, había comido las delicias de mi abuela y ahora esperaba por mí un delicioso Copa K-Bana.

Pero, lo sabemos, la felicidad hay que buscarla, hay que pelear por ella, hay que imponerse a los avatares del destino y alcanzarla… y mi camino no iba a ser fácil: mi héroe, el heladero de D’Onofrio, estaba a unas cinco cuadras de distancia, en la Plazuela Bolognesi, donde se instalaba de tres a seis de la tarde, luego de recorrer las calles de Cajamarca.

Sudaba, mi corazón rondaba la taquicardia, quería correr… y no me atrevía. Pensaba que si corría me podía caer, y que al caer iba a abrir las manos, y que esto haría que perdiese mis monedas, tres brillantes círculos dorados y perfectos. No había fortuna más cuantiosa en el mundo.

Apenas abrí la puerta de mi casa y puse un pie en la calle me encontré con mis amigos del alma –César, Bambino y Eduardo–, quienes justo iban a buscarme, pelota al pie, para jugar uno de nuestros partidos, esos que eran más intensos que la final de un Mundial.

Les dije que no, que estaba muy ocupado, que tenía que irme a otro lado. “Oe, no seas mal amigo. La calle está libre, no hay carros”. Les dije que no, y zafándome empecé a correr.

Me siguieron, empezaron a jugar paredes, a darse la pelota a un toque, a nombrarse, mientras llevaban el balón, con el nombre de los futbolistas peruanos de entonces: “Lleva la pelota Cubillas (César), le da un pase a Cueto (Eduardo) y gol de Leguía (Bambino)”, a tentarme.

De pronto, Bambino tomó la pelota, me agarró por el brazo y sacó una moneda de un sol: “Después del partido, vamos a comer unos marcianos al Lopetín. Yo invito. ¿Te animas?”. El Lopetín era una heladería artesanal cajamarquina, y sus ‘marcianos’ eran maravillosos. Además, estaban al alcance de presupuestos infantiles. Sin embargo, era niño y un Copa K-Bana era una excepción, no un asunto casi cotidiano como un Lopetín.

Así que, convertido en Odiseo, vencí la tentación del fútbol y de un canto de sirena. Pero cerré mis oídos a sus melodías y empujando a Bambino y apretujando fuerte mi mano donde sudaban tres monedas de un sol, les dije a mis camaradas que no, que tenía cosas más importantes que hacer. “¿Qué es mejor que el fútbol? Ni tu novia Jhovi”, me espetó riéndose muy sarcástico Bambino, el ladino. “Me voy a ver a mi papá”, les mentí.

Mis amigos sabían que mi papá no vivía en la ciudad y que, si por algo era capaz de desaparecerme y poner en riesgo nuestros juegos y nuestra amistad, era por una visita suya, por un abrazo suyo, por un regalo suyo y, claro, por un llamado de Jhovi, algo que nunca había sucedido. Solo eso los hacía aflojar un poco sus chantajes peloteros. “Te pierdes fútbol y Lopetín”, me dijo Bambino, siempre picón, siempre con la última palabra, siempre castigador.

Y allí estaba yo, sin amigos, sin fútbol y sin sirena que me diese placer, pero con la certeza plena de un vasito de Copa K-Bana en la boca, mi promesa de felicidad eterna.

Avancé una cuadra, mirando de arriba a abajo, de izquierda a derecha, adelante y atrás, con miedo y expectativa. Apretaba las monedas, las miraba, las palpaba y, como Gollum con su anillo, la adoraba mientras el rostro se me desencajaba y me convertía en un fanático. Mientras tanto, imaginaba que el heladero esperaba por mí, pues yo también era su meta, y rechazaba a todos sus pretendientes convertidos en clientes, pues su destino no era darles placer a ellos sino a mí.

En esas disquisiciones andaba cuando me topé con mis tíos Lalo y Jouver, quienes, convertidos en malignos cíclopes, al verme nervioso me preguntaron qué me pasaba. “Nada”, les dije y seguí avanzando. Mi firmeza en lugar de amedrentarlos les generó curiosidad. Me alcanzaron y me preguntaron “¿A dónde vas?”. “A ver a mi papá”, les mentí también. “Oye, pero si has estado todo el día con él. No mientas, ¿a dónde vas?”. “No les importa”. “Sí nos importa, somos tus mayores y tu mamá nos ha enviado a llevarte a la casa”, mintieron mientras la malignidad de su único ojo se hacía evidente.

“No voy a ningún lado con ustedes. Déjenme”, los enfrenté. “No, dinos a dónde vas y te dejamos”, me dijo Lalo, molesto. “Me voy a la Plaza por un Lopetín”, seguí mintiendo. “¿Y de dónde tienes plata?”, me dijo Jouver, con el ojo latiendo maldad. “Me la dio mi papá”. “¿Y por ir a comer un Lopetín mientes?”, se puso sagaz Lalo. “¿Cuánta plata tienes?”, preguntó Jouver. “No les importa”, les respondí y me puse a correr, pero de forma tan precipitada y descuidada que trastabillé y caí en el mar del dolor, ese que tan bien conocía Odiseo, mi émulo. Y al hacerlo resbalé, y al momento de caer mis tres preciosas monedas se fueron de la acera a la pista, rodando, brillando.

Uy, chucha, tienes plata. Y esto no alcanza para un Lopetín sino para quince. Por mentiroso nos vamos a dividir tu plata entre los tres”, me amenazó Jouver. “No, esa plata es mía, me la ha dado mi papá y la necesito toda”, grité, compungido, casi llorando. “Uy, te pones señorita. Ay mi plata, ay mi papá, ay mis lopetines. Chibolo maricón. Ya, no jodas, toma tu sol. Eso te alcanza para cinco lopetines, qué más quieres. Te vas a empachar por chibolo, rosquete y glotón”. Y se fueron, demoníacos.

Corrí detrás de ellos, llorando, gritando, queriendo alcanzarlos. Y allí estaba, con las piernas arañadas, el orgullo roto, la cara sucia por las lágrimas, y solo con un sol en mi mano sudada.

Me levanté. Estaba regresando a casa cuando me crucé con mi tía Nancy, mi tía mayor, la hermana de Lalo y Jouver, mi protectora, mi Atenea. “¿Qué te pasa Shalito?”. Le conté que mis tíos, sus hermanos, me habían quitado dos de mis valiosísimos tres soles. “Esos pendejos”, respondió. “Y de dónde tienes tú tres soles?”, me miró con cara de sospecha. “Me los dio mi papá”.

Le respondí con tanta rabia que la asusté. “Ven”. “¿A dónde vamos?” “A recuperar tu plata. Ya se jodieron esos pendejos. Les voy a contar lo que hicieron a mi papá”, dijo Nancy dejando de lado todo el garbo que uno podría esperar de una diosa. Y juntos enrumbamos a la casa de mi abuelo Lucho, detrás de ese par de abusivos, detrás de mis dos soles, detrás de la anhelada justicia.

Entramos a la casa de mi abuelo, cruzamos el corredor y nos encontramos en el patio inmenso donde alguna vez fui feliz. Allí estaban, orondos y sonrientes, Lalo y Jouver. Al lado, cual Zeus, mi abuelo calentaba su agua al sol para su baño vespertino.

Mi tía Nancy saludó a mi abuelo y se acercó, mirada furiosa hacia Lalo y Jouver. “Ya, pendejos, devuélvanle sus dos soles al Shalito”. “¿Dos soles? ¿Qué dos soles, nosotros no le hemos quitado nada?”. “No me vengan con huevadas, le dan su plata ahorita o le digo al papá que anoche no vinieron a dormir, gramputas”.

Lalo y Jouver se miraron, cómplices pero amenazados, encogieron los hombros, y con su único ojo me miraron con odio y me tiraron una moneda de un sol. “Ya, carajo, recógela”, le dijo, más Atenea que nunca, Nancy a Lalo, “y se la das en su mano, abusivo de mierda”. Tragándose su orgullo, Lalo fue hacia la moneda, la recogió y me la puso en la mano. “Falta un sol”, dije. “Dale el otro sol”, le dijo Nancy a Jouver. “Ya nos lo gastamos”.

“Papá, papacito. Anoche se quedó usted dormido tempranazo, ¿no?”. “Sí, hijita, las noticias me angustiaron y preferí dormir. ¿Por qué?”. “¿Y no sintió ruidos en la casa, como si las puertas se abrieran y alguien saliera?”, le dijo Atenea a Zeus. “Ahora que lo dices, creo que algo sentí. ¿Qué habrá pasado?”. “Yo sospecho algo, creo que vi a alguien salir…”. En eso, el cíclope Jouver se me acercó y me dejó el otro sol en la mano. “Igual te vamos a sacar tu mierda, chibolo chismoso”, me susurró. Nancy escuchó la amenaza y le dijo: “Si lo tocas, le digo a Lalo que te levantas a su flaca, grandísimo atrasador”.

Otra vez era un niño feliz. No me importaba haber perdido en pocos minutos y en solo cien metros la amistad de mis amigos y el cariño de mis tíos. Un Copa K-Bana valía eso y mucho más.

Continué mi ruta, otra vez, transformado en Ulises, caminando rumbo a mi Ítaca personal, hacia ese alquimista bendito vestido de heladero de D’Onofrio, capaz de trasformar, cual Penélope, mi desamparo en alegría.

Mientras caminaba, todo rostro me parecía agresivo, toda persona un ladrón en potencia, todo ser humano un peligro. Mi cuerpo sudaba más que mis manos y sus monedas, y mi cabeza era un hervidero de desgracias: imaginaba que se me acercaban varios ladrones y me golpeaban y se llevaban mi dinero, que había un incendio y cerraban todas las calles y, sobre todo, el ingreso a la Plazuela Bolognesi, que de pronto se producía un terremoto y la primera víctima era el heladero y el primer objeto destruido su triciclo amarillo; que me volvía a encontrar con Lalo y Jouver y esta vez no había tía madrina que me salvase, que un millonario llegaba antes que yo a la Plazuela Bolognesi y se compraba todos los Copa K-Bana y no me dejaba ni los Donito, que la Policía le decomisaba su mercadería y se llevaba detenido al heladero por ser un vendedor callejero, que todo era un sueño y que yo no había visto ese día a mi papá ni almorzado las delicias de mi abuela y menos recibido esos tres soles que eran mi fortuna.

A solo una cuadra de la Plazuela Bolognesi mi contacto con la raza humana fue inevitable y ya no pude cambiar de acera. Los infortunios del pequeño Odiseo no cesaban en este mar de desencuentros existenciales (y encuentros personales).

Mi madre se dirigía hacia a mí y me llamó con autoridad: “Gonzalo, ¿a dónde vas?” Corrí hacia a ella para que no le diese a la humanidad más pruebas de mi existencia, que no alertase a las sirenas y demás monstruos sobre mi destino y le comunicase al mundo que cargaba conmigo una fortuna.

“Hola mami. Me voy acá cerquita, a la Plazuela Bolognesi”. “¿A qué?”. ¿Debía mentirle a mi madre? ¿Debía confesarle que iba por un helado? ¿Debía contarle que mi papá me había dado el dinero para ese sueño? Tuve miedo. Sentí a mi madre como parte de ese ejército de seres hostiles que quería despojarme de mi dinero e impedirme llegar a Ítaca, a mi Copa K-Bana.

“A ver a mi papá”, le mentí. “Pero si ya has estado con él toda la mañana. ¿Para qué quiere verte otra vez?”. “Ni idea”. “Vamos, te acompaño, también quiero hablar con él”. “No, es que me dijo que venga solo”. “Cómo que solo, yo soy tu madre. Ya, dónde quedaron en encontrarse”. “Al lado del heladero”. “¿Y por qué no fue a la casa a recogerte? Ese granuja, siempre haciendo lo que más le conviene”.

Y allí estábamos mi madre y yo, parados al lado de Penélope, del anónimo héroe vestido de amarillo quien, sonriente, nos saludó y nos ofreció sus helados, situación que tomé como una traición, pues Penélope les ocultaba sus dones a sus pretendientes, no los mostraba. Mi madre me miró con pena por su incapacidad económica para darme ese gusto y le contestó. “Muchas gracias, hoy no”.

Yo tenía en la mano esos tres soles capaces de alegrarme la tarde y la vida, esos tres soles que podían cambiar el rostro de mi madre, de quitarle un poco esa frustración de ser una estudiante universitaria sin ingresos, pero no quería dejar en evidencia mi mentira y porque, debo confesarlo, deseaba ese Copa K-Bana, ese destino prometido, solo para mí.

Al lado del heladero estuvimos parados una hora. Al inicio sonrientes, contándonos nuestro día: el almuerzo con la abuela, las historias de mi padre y sus viajes, mis buenas notas y mi pésima conducta en el colegio, el nuevo par de zapatillas que necesitaba y que ella no sabía con qué dinero comprar, “del jijuna de tu papá que siempre tiene la maldita costumbre de hacernos esperar”.

En esa hora vi cómo varios niños con sus padres y uno que otro adolescente se compraban Donitos y Fríos Rico y Huracanes y uno que otro Copa K-Bana. Cada vez que se acercaba un cliente me angustiaba, pues mi cabeza alucinaba que se iban a comprar todos los helados del carrito o, cuando menos, todos los Copa K-Bana y yo me iba a quedar, otra vez, desamparado y con la miel del paraíso en los labios. Y cada vez que Penélope sacaba un helado, la odiaba más y más.

Aburrida de esperar, mi mamá ordenó: “Tú y yo nos vamos. Si tu papá dice que va a llegar a una hora debe cumplir con su palabra. Por eso, hijo, lo dejé, por granuja y mentiroso. Ojalá tú no seas así”. Al oírla me sentí un ser despreciable, un desleal y un mentiroso más grande que mi papá.

Me cogió de la mano y, en eso, notó los tres soles sudados. “¿Y esto?”, preguntó mi madre”. “La propina que me dio mi papá”, dije al fin la verdad. “¿Y qué vas a hacer con esa plata?”. Y cuando ya estaba a punto de decirle que era para comprarme un helado, ella misma se respondió: “Que sirva para completar la plata que necesitamos para tus zapatillas”, y metió los tres soles en el monedero.

No, mamá, esa plata es mía, me la ha dado mi papá, y con ella me iba a comprar un helado”, me sinceré. “Pero hijito, más urgentes son tus zapatillas. Con lo que te gusta el fútbol”. “Pues ya no jugaré fútbol nunca más. Yo quiero mi helado. Devuélveme mi plata”. “No, he dicho que será para tus zapatillas. Además, esos helados de mierda son malos para la salud, pura azúcar son, si los comes te van a salir cushpines como la otra vez”. Y se puso a caminar rumbo a casa, lejos de Ítaca, lejos de mi única meta en la vida, un Copa K-Bana.

La odié. La odié mucho más que otras veces, la odié por su intransigencia, la odié por haberme traído al mundo, la odié por su pobreza.

Caminaba a su lado, llorando, gritando, diciéndole que me devolviese mi plata, que era mía, que mi papá me la había dado, que yo quería mi helado, que no quería zapatillas, que era mala, que le iba a decir a mi papá que me pegaba, que le iba acusar con mi abuelo que tenía un novio con el que se escapaba algunas noches. Al oír esto se paró y me dio una cachetada: “Yo no estoy criando un soplón, un cobarde. Toma tus tres soles”, y los tiró a la pista.

Quise pedirle perdón, dejar las monedas tiradas y correr a abrazarla… pero no lo hice. Me sabía mezquino, pero más me importaba un helado. Ese era mi destino.

Y allí estaba otra vez, caminando, palpando las monedas con mis manos sudadas, sintiéndome otra vez pleno, un Ulises con meta posible.

Pero al llegar, mi superhéroe no estaba. Pregunté la hora y me dijeron que eran las 5:30 p.m. Él tenía que estar allí, pues siempre se quedaba hasta las 6. Además, le tocaba estar a la altura de la historia que juntos estábamos construyendo y esperar, Copa K-Bana en mano, a este Odiseo que había derrotado a cíclopes y sirenas, abandonado amigos y lazos filiales, todo por esa Ítaca de leche en polvo y saborizantes artificiales.

Pregunté por él y me dijeron: “Se ha ido a la Plaza de Armas”. Enrumbé mi nave hacia ese territorio. El lugar no estaba tan lejos, solo eran cinco cuadras más, y yo ya no era el niño que había partido de la casa familiar. No, ahora era un navegante curtido, un guerrero sin rival y capaz de superar toda prueba con el fin de alcanzar mi golosa meta.

Ya no tenía miedo. Si bien al partir de casa todos los temores me invadían, ahora era distinto. Sabía que Penélope esperaba por mí en la Plaza de Armas, y sin fijarme en nada ni nadie empecé a correr.

Sudado, cansado y expectante arribé a mi puerto, a ese cuadrado arquitectónico donde hacía cinco siglos otro hecho trascendente había ocurrido: Allí Francisco Pizarro capturó al Inca Atahualpa, pero esa historia era nada al lado de la inmensidad de la mía, de ese prometido bocado de D’Onofrio.

Ya no era un niño, sino un gigante, y desde mi inmensidad divisé la Plaza de Armas de Cajamarca, sus preciosas iglesias de piedra, sus edificios coloniales y republicanos, sus jardines con flores y pinos, su gente apurada, y allá, en una esquina lejana, Penélope y su triciclo amarillo, que tenía un sol pintado, un sol sudando que comía un helado y me sonreía. Allí estaba mi Ítaca, mi tierra prometida. Sonreí, sudado, como el sol de D’Onofrio.

Crucé la Plaza de Armas y cuando estaba por abalanzarme sobre Penélope, Jhovi, mi antigua amiguita del nido, la niña que amaba y que deseaba más que un helado se abalanzó sobre mí. “Shalito, cómo estas”. Jhovi, en mi imaginación adelantada, era la niña con la que me iba a casar.

Lo nuestro era una relación típica: yo la adoraba, ella me ignoraba; yo le llevaba caramelos, ella los recibía sin darme las gracias; yo le prestaba mis juguetes y ella jugaba con otros niños. A más rechazo, más cariño; a más desplantes, más ternura; a más distancia, más me moría por ella.

No la veía hacía un año, pues terminado el nido, Jhovi había ido a un colegio de niñas. El destino me había alejado de su naricita respingada, de su mentón prominente y mordible, de sus desplantes, pero mi corazón no entendía de distancias.

Al escucharla decir “Shalito” me sorprendí y me derretí más rápido que un helado, porque durante los tres años que pasamos juntos en el nido siempre me había dicho “Gonzalo”, helada, firme, distante.

Me puse nervioso, tembleque: el gigante que con tanta firmeza había cruzado la Plaza de Armas era otra vez un niño inseguro, un niño sin fortuna, un niño enamorado.

“Mamita, este es Shalito, mi amigo”, le dijo a su mamá, mientras esta me hacía una caricia en la cabeza y le decía: “Jhovita, quédate con tu amiguito mientras compro unas cosas en la farmacia”. “Ya mami”, y me miró con aquella ternura que siempre había anhelado y que hoy no entendía, por sorpresiva.

Al ver que me sonreía, dejé de pensar en mis tres soles, en el heladero, en las pruebas que tuve que sortear para estar a tiro de boca de mi Copa K-Bana. Volví a sentir que mi paraíso era ella, una niña de mentón pronunciado que, después de tres años de conocernos, me sonreía por primera vez.

“¿Qué haces por acá?”. Por unos segundos me quedé mudo, titubeante, nervioso. Durante toda la tarde había estado ocultándole al mundo mi trascendente objetivo, devorarme un Copa K-Bana, pero ella era el amor encarnado, mi chica soñada, cómo mentirle. “Vine a comprar un helado”. “Uy, qué rico. El Copa K-Bana es mi helado preferido”, me dijo, coqueta, mentón erguido. Sentí que el mundo era perfecto, pues a los dos nos gustaba el mismo helado y en base a estas sincronías se construía la armonía, el amor perpetuo… como el nuestro.

Entonces, nada me importó. Abrí mi mano sudada, miré mi pequeño tesoro y se lo entregué a mi héroe. “Un Copa K-Bana”, le dije. Y el heladero, sonriente, me entregó el helado. “No, para mí no, es para ella”, le dije. Y vi cómo le daba aquella mágica golosina a mi niña.

Entonces, descubrí que mi Penélope no era él, que mi Ítaca tenía nombre, rostro y mentón: se llamaba Jhovi. En eso salió su mamá de la farmacia y Jhovi, pura sonrisa, le dijo: “Mira mami, el Shalito me ha invitado un helado”. “Muchas gracias, Shalito. Hijita, vamos”.

Jhovi me hizo adiós con la mano, su mamá volvió a acariciarme la cabeza y se alejaron. En eso, escuché mi nombre: mis amigos, mis compinches, César, Eduardo y Bambino, me saludaban, Lopetín en boca, sacándome cachita, porque ellos tenían algo con qué refrescarse y yo no.

Curiosamente, no estaba triste, no había probado el ansiado Copa K-Bana, pero había oído la voz de Jhovi, me había ganado su sonrisa, había nacido para el mundo.

En eso escuché otra vez la vocecita aguda, pituda, angelical: “Mi mamá dice que no hay que ser egoístas, que hay que compartir”. Mientras hablaba, con la cucharita del Copa K-Bana sacaba una ínfima porción de helado (porque el amor no siempre es generoso) y me lo ponía en la boca.

Sí, ya tengo una respuesta a una de mis mayores disquisiciones existenciales. De acá en adelante, cuando me pregunten cuál es el bocado más rico que he probado, aquel que me ha llevado hasta el paroxismo responderé, con toda sinceridad, que es un Copa K-Bana… pero endulzado con la miel de los labios de mi añorada y siempre querida Jhovi.


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