Publicado: 2016-04-26
Es de Mendoza (Argentina) y se ha convertido en sus dos décadas de carrera en uno de los mejores enólogos de esta parte del mundo. Su talento ha sido reconocido por expertos como Robert Parker, quien le dio sus ansiados 100 puntos (la máxima puntuación posible) por un vino que creó en Francia. Porque así de grande es el talento de Marcelo Pelleriti, un enólogo que, desde el 2002, no solo elabora vinos en Argentina, sino también en Pomerol (Francia), una de las zonas top del universo de los mostos. Monteviejo, Marcelo Pelleriti Wines, Chateau La Violette y Chateau Le Gay son algunas de las etiquetas que produce (las dos primeras se encuentran en el mercado local), y que resultan una obligación para los amantes del vino. Conózcalo… si es con un tinto en la mano, mejor.
- ¿Tus antepasados elaboraban vinos?
- No vengo de una familia propietaria de alguna bodega, pero mi abuelo hacía su vino del año: tenía una gran casa con dos parrales, y recuerdo que yo, de niño, lo ayudaba a hacer su vino “patero”. En secreto, sin que enterasen mis padres, yo lo probaba. Claro, este vino después de ser “patero” se convertía en vinagre (ríe): había que tomarlo joven, muy pronto. Desde entonces tuve clara mi vocación, no se me ocurrió hacer otra cosa.
- ¿Qué decían tus padres?
- En casa, si no había vino no se almorzaba. Recuerdo a mi padre y a mi abuelo levantarse de la mesa si no había vino, ir al negocio más cercano, y comprar un porrón. Ambos eran unos expertos en conseguir buenos vinos en porrones. A mí me lo servían con soda y, felizmente, por entonces no se conocía a la Coca Cola; era imposible imaginar una cena con una gaseosa. Recuerdo expresiones en mi padre del tipo: “Este vino tiene cuerpo”, “el color de este tinto es intenso”. Y mi abuelo decía: “El buen vino tiene que rasparte la garganta”. Esto me marcó y el olor del mosto fresco. Eso sí, no había conciencia de vino de calidad. Cada argentino consumía 90 litros de vino por año, pero no era de calidad.
- ¿Cómo calificarías ahora a esos vinos?
- Eran buenos para su época, porque, además, no había más, era lo único que podías beber.
- Me decías que nunca tuviste ninguna crisis vocacional…
- (Ríe): La Universidad de Cuyo, que está en Mendoza, tenía colegios técnicos, uno de ellos era el Liceo Agrícola, donde se podía estudiar Enología e Industrias Frutihortícolas. Allí estudié.
- ¿Cómo era la industria del vino argentino cuando estudiabas Enología?
- Para empezar, no se hablaba de varietales. Se calcula que, antes de los 70, en Argentina había 100 mil hectáreas de Malbec; en los 90, cinco mil. La crisis económica y la especulación afectaron a la industria. Además, como el rendimiento de la Malbec no es tan alto, se arrancaban las plantas y se plantaban uvas criollas, que rendían más. Allí se perdió un patrimonio enorme, pues no se hablaba del Malbec como tal, solo se producía vino, y claro, había otras variedades francesas como el Merlot, el Cabernet Sauvignon, pero no se hablaba de ellas con nombre propio. La conciencia la empezaron a crear, en los 80, pioneros como los ingenieros Laborde, Alcalde y otros, quienes hicieron los primeros censos vitivinícolas. Por entonces, mucho vino se producía en Mendoza pero se embotellaba en Buenos Aires: de la bodega salía un tanque y se vendía tanque y medio; es decir, se adulteraba mucho, se especulaba con el vino. Todo esto llevó a una crisis vitivinícola muy grande. Lo recuerdo porque, por entonces, ingresé a la Universidad de Don Bosco, a estudiar Enología.
- Imagino que tus padres, en medio de una crisis así, algo se preocuparon…
- “Te vas a morir de hambre”, me decían, “estudia Medicina”. “Estudien Medicina ustedes”, les respondí, “yo haré lo que me gusta, que es la Enología” (risas).
- Gente como tú ha hecho camino al andar…
- En la facultad me encontré a pioneros como Pepe Galante (ex Catena Zapata, hoy en Salentein), Mariano di Paola (enólogo de la bodega Rutini), Norberto Richardi (trabajó en Bodega Toso), Ángel Mendoza (fue enólogo de Trapiche), quienes vivieron esa etapa de la reconversión de la enología argentina, es más, ellos fueron quienes la llevaron a cabo. Nosotros mamamos de esa pasión, de esa misión de reconvertir un país que estaba destrozado. Por eso los admiro, porque ellos hicieron el trabajo pesado, nosotros solo hemos continuado su impronta. A veces, transmitir la pasión por la tierra y la viticultura se logra viviendo crisis, penurias.
- ¿Cuánto te gusta trabajar el Malbec?
- Muchísimo. Sería una estupidez si no fuera así. El Malbec nos ha dado de comer a todos los viticultores argentinos, y creo que aún no se sabe demasiado de él como para intentar cambiarlo. Para hacer un buen vino tiene mucho que ver el viñedo, el lugar, el terruño, la conformación del suelo, la selección masal (selección de las mejores plantas con la que se planta el viñedo) y, claro, también la técnica de vinificación. Estoy en una etapa donde estoy descubriendo cómo se comporta el Malbec de acuerdo a las diversas técnicas de elaboración que usamos.
- Algunos especialistas me han dicho, incluso argentinos, que del Malbec se puede hacer un buen vino, pero no un gran vino…
- No estoy de acuerdo. De él se pueden hacer magníficos vinos, y esto lo he aprendido no solo haciendo vinos sino a través de mi contacto con enólogos inmensos como Michel Rolland, con quien trabajo y me debo a él. No puedo decir ni siquiera que soy su discípulo, sino su aprendiz. Yo nací en Monteviejo, crecí en Monteviejo y voy a morir allí. Yo creo que uno muere con los vinos que hace y que el equipo que hace un vino debe ser eterno. Y siguiendo con la grandeza del Malbec argentino, te puedo decir que en las degustaciones que hemos hecho en la casa de Michel en Francia, donde descorchamos íconos de la enología mundial, el Malbec se comporta muy bien. No niego que hay que explorar otros terrenos, yo mismo estoy trabajando con otros varietales como el Cabernet Franc, el Tannat, el Barbera. Buscar otras cosas es bueno, pero eso no implica matar tu origen, la gallina de los huevos de oro.
- Argentina no es solo Malbec...
- Hay que hacer una reivindicación del Malbec y enseñarle a la gente a tomarlo: no es lo mismo beber un Malbec de 10 dólares que uno de 50. Es más, los estamos bebiendo muy jóvenes, a este vino de 50 dólares hay que esperarlo 10, 15, 20 años; el verdadero potencial del Malbec lo veremos cuando los vinos tengan muchos años de guarda. Lo que está por venir el alta gama en Argentina es alucinante, y lo será por el espíritu lúdico que hemos desarrollado algunos enólogos. El Malbec tiene una flexibilidad para adaptarse con otros varietales, ya sea en corte o cofermentando o coplantando, que es alucinante. Las composiciones tánicas del Malbec y sus polifenoles son muy amables, ideales para hacer un matrimonio con otros varietales. Cofermentar un Malbec con un Tannat puede dar una cosa maravillosa, lo digo porque lo he experimentado. Yo ya no hablo de acidez sino de frescor, no creo que debamos variar la composición ácida de los vinos sino ayudarles a dar frescor, y esto se logra con técnicas de vinificación.
- ¿Cuándo empezaste a hacer tus vinos?
- Siempre soñé con tener una bodega propia, a pesar de pertenecer a la “clase media complicada”. Cuando estaba por terminar el colegio, mis padres me llamaron y fueron honestos conmigo: “Hasta acá podemos ayudarte”. Entonces, mi época universitaria fue dura: iba a la facultad con dos pesos, 75 centavos eran para ir; 75 centavos, para regresar, y los 50 centavos restantes para el té y la fotocopia. Por eso, yo no creo en la política de igualdad sino en la política del trabajo. Apenas ingresé a la facultad, para apoyarme empecé a trabajar de salvavidas en una piscina; luego, trabajé en un laboratorio de control de suelos, de biología, de enología. Poco después, el grupo cervecero Quilmes empezó a construir una procesadora de agua y me propuso trabajar en el Valle de Uco y pagarme toda la universidad. Ese grupo empresarial había decidido comprar la Bodega Peñaflor y querían formarme dentro de su programa de jóvenes profesionales para hacer sus futuros vinos. El proyecto se concretó muchísimo después, sin mí, pero, mientras tanto, yo elaboraba mi propio vino: empecé en el 96 con una producción pequeñísima de mil litros; al año siguiente produje 1,500 botellas, y en el 2000, unas 15 mil. Compré uva, alquilé una bodega, hice mis tanques. En 2002 ya producía 60 mil litros, y durante ocho años seguidos no descansé nunca, no tuve vacaciones. Allí fue cuando conocí a Michel Rolland.
- Háblame de ese encuentro...
- En 2001, Rolland llegó e hizo una convocatoria para jóvenes enólogos. El día de la entrevista, estaba con gripe y no iba a ir a mi encuentro con Michel. Pasó por casa mi amigo Federico Laborde, hijo de mi maestro en la universidad, y me llevó a la entrevista. Le hablé de mi trabajo, le llevé una botella de mi vino, y charlamos mucho, lo que me resultó extraño, pues yo era, en la enología, aún un NN. Diez días después, me llamó desde California y me dijo si quería trabajar con él. “Sí”, le respondí. “Te espero el 13 de agosto en Francia”. Antes de colgar me preguntó: “¿No quieres saber cuánto vas a ganar?”. “Lo mismo que gano ahora: si funciono, me quedo; sino, me voy”. Así que el 13 de agosto de 2002 estuve en Francia, haciendo mi primera cosecha europea. Desde el 2006, también soy el enólogo del grupo y elaboro además de los vinos en Argentina, los Chateau La Violette y Chateau Le Gay.
- ¿Cuánta libertad te dieron?
- Toda. Además, cuando me contrataron les dije que hacía mi propio vino y que deseaba seguir elaborándolo. Me respondieron que no había ningún problema. Es más, nunca firmé un papel sino hasta que la ley lo impuso, pero, a pesar de eso, todo lo acordado siempre se cumplió. Hace algo más de dos años, cuando murió la dueña de Chateau La Violette y Chateau Le Gay, sus herederos me preguntaron si quería seguir trabajando con ellos. Les dije que sí, “ah, pero te tienes que quedar por lo menos 20 años, porque si tú te vas vendemos la bodega”, me respondieron. “Vamos a seguir juntos 30 años más, sino no vale la pena”, les dije (risas). Ese nivel de confianza es el que me compromete más con ellos y con mi trabajo. Hoy somos socios tanto en Argentina como en Francia, y elaboro todos los vinos, y ellos tienen mi personalidad.
- ¿Cómo se ve en Francia a un argentino elaborando vinos por allá?
- Hoy, bien; al principio, mal. Cuando llegué, en 2002, no fue simple. Hice luchas básicas; por ejemplo, los argentinos teníamos fama de incumplidos e impuntuales. Bueno, yo era muy puntual, incluso llegaba antes. Luego, si todos se iban a las 5 p.m., yo me quedaba hasta las 8 p.m. Después, les demostré que, trabajando, en lugar de yo seguirlos, ellos me tenían que seguir. Y este proceso sigue hasta hoy. A veces pasaba Michel por la bodega y me encontraba trabajando, traía una pizza y descorchábamos algún vino. Por eso, no olvido su generosidad y siento que me debo a él, soy fiel a su legado y lo seguiré siendo. Es un tipo excepcional, uno que ha dado todo por la viticultura mundial pero, sobre todo, por la de Argentina.
- ¿Dónde haces mejores vinos: en Francia o en Argentina?
- No es fácil en ningún lado, pero hacer vino malo en Argentina es difícil, hay más regularidad. En Francia hay que ser muy puntilloso, pero el clima domina más cosas que el ser humano. Pero estas irregularidades me generan una adrenalina linda, no me ponen nervioso. Por eso, creo en la obsesión, en la locura del detalle: si uno es detallista en lo vitícola y en lo enológico se logran grandes diferencias y se llega a la excelencia.
- Uno de tus vinos franceses sacó 100 puntos Parker…
- Trabajo en Pomerol, en un terroir que es considerado el triángulo de oro del mundo vitivinícola: allí están, entre otras bodegas, Petrus y Cheval Blanc… y allí elaboro Chateau La Violette. Es un terruño alucinante. Cualquier vino sudamericano puede llegar a esa calidad… lo único que hace falta es tiempo y diferenciación. No me gusta “tirar” los vinos al mercado, hay que tratarlos como hijos nuestros; busco que se vendan como algo especial. Por eso, yo no envío muestras a los importadores, yo mismo voy con mis vinos y se los presento. Yo no hago vinos de 2.50 dólares, no me gusta la locura del volumen, así no llegaremos nunca a los 100 puntos. Hay que empezar a crear los vinos clásicos que, seguramente, disfrutarán nuestros nietos; quiero que, de acá a 300 años, de mi empresa se hable con el orgullo del que hoy se habla de Petrus o Vega Sicilia. Y esto se puede lograr en Argentina, con tiempo: quien no tiene paciencia nunca lo logrará.
- Con una visión de 300 años, ¿qué te espera de acá a 10 o 20 años?
- Siempre tengo proyectos en la cabeza y, lo bueno, es que hasta ahora mis socios no me han dicho “no”. En Francia, construimos un chateau muy funcional; en Argentina, compramos 120 hectáreas, ocho hectáreas más en La Consulta, tierra que tiene un viñedo centenario; tres hectáreas adicionales en Altamira. Vendrán nuevos vinos, varietales distintos, talleres de enología para jóvenes estudiantes de todo el mundo, trabajo interdisciplinario… estamos pensando en el futuro. Quizás no vuelva a sacar 100 puntos, pero sé que cada vez haré mejores vinos.
- No quiero esperar 300 años...
- (Risas). No los esperarás.